Quería despedir el año en esta sección a lo grande con una poetisa que descubrí a través de Alejandra Pizarnik, quien todavía no ha tenido espacio en esta sección del blog pero que supongo que con el tiempo acabará apareciendo pues bien merecido tiene su espacio en el panteón de mis poetisas favoritas. Hoy os quería hablar un poco de Olga Orozco. Ella escribió un poema que está, sin lugar a dudas, entre mis diez poemas favoritos. Lo sé porque tengo un cuadernito donde voy escribiendo los poemas que me encantan y ocupa ahí un lugar preferente.
¿Pero quién era Olga Orozco? Pues bien, ella era una maestra que formó parte de una generación conocida como "Tercera Vanguardia" donde había autores de tendencia surrealista. Su obra está condensada en Poesía completa (2012) (Adriana Hidalgo Editora). Os recomiendo un libro de prosas poéticas narrativas publicado en 1967 con el nombre de La oscuridad de otro sol.
Su poesía es sutil, inteligente, tierna, agradable y es una maestra del recurso estilístico del oxímoron. Es decir, usaba dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión para generar un tercer concepto. Explicado de manera teórica puede sonar difícil así que quizás lo entendereis mejor con unos ejemplos.
- “Alegría triste”
- “Fuego helado”
- “Luz oscura”
- “Vista ciega”
- “Graciosa torpeza”
Todos los anteriores son ejemplos de este recurso que, como os digo, ella emplea con frecuencia. Los críticos dicen que su obra está influencia por San Juan de la Cruz, Gérard de Nerval, Rainer Maria Rilke, etc. Leed su obra, os va a gustar mucho. Aquí os dejo su poema favorito, dedicado a Valerio, su marido, quien falleció antes que ella y fue su gran amor.
En la brisa, un momento
—¡Ya se fue! ¡Ya se fue!—se queja la torcaza.
Y el lamento se expande de hoja en hoja,
de temblor en temblor, de transparencia en transparencia,
hasta envolver en negra desolación el plumaje del mundo.
—¡Ya se fue! ¡Ya se fue!—como si yo no viera.
Y me pregunto ahora cómo hacer para mirar de nuevo una torcaza,
para volver a ver una bahía, una columna, el fuego, el humo de la sopa,
sin que tus ojos me aseguren la consistencia de su aparición,
sin que tu mano me confirme la mía.
Será como mirar apenas los reflejos de un espejo ladrón,
imágenes saqueadas desde las maquinarias del abismo,
opacas, andrajosas, miserables.
¿Y qué será tu almohada, y qué será tu silla,
y qué serán tus ropas, y hasta mi lecho a solas, si me animo?
Posesiones de arena,
sólo silencio y llagas sobre la majestad de la distancia.
Ah, si pudiera encontrar en las paredes blancas de la hora más cruel
esa larga fisura por donde te fuiste,
ese tajo que atravesó el pasado y cortó el porvenir,
acaso nos veríamos más desnudos que nunca, como después del paraíso que perdimos,
y hasta quizás podríamos nombrarnos con los últimos nombres,
esos que solamente Dios conoce,
y descubrir los pliegues ignorados de nuestra propia historia
cubriendo las respuestas que callamos,
incrustadas tal vez como piedras preciosas en el fondo del alma.
Todo lo que ya es patrimonio de sombras o de nadie.
Pero acá sólo encuentro en mitad de mi pecho
esta desgarradura insoportable cuyos bordes se entreabren
y muestran arrasados todos los escenarios donde tú eres el rey
-un instantáneo calco del que fuiste, un relámpago apenas-
bajo la rotación del infinito derrumbe de los cielos.
Fuera de mí la nube dice “No”, el viento dice “No”, las ramas dicen “No”,
y hasta la tierra entera que te alberga,
esa tierra dispersa que ahora es sólo una alrededor de ti,
se aleja cuando llamo.
¿Cómo saber entonces dónde estás en este desmedido, insaciable universo,
donde la historia se confunde y los tiempos se mezclan y los lugares se deslizan,
donde los ríos nacen y mueren las estrellas,
y las rosas que me miran en Paestum no son las que nos vieron
sino tal vez las que miró Virgilio?
¿Cómo acertar contigo,
si aun en medio del día instalabas a veces tu silencio nocturno,
inabordable como un dios, ensimismado como un árbol
y tu delgado cuerpo ya te sustraía?
Aléjate, memoria de pared, memoria de cuchara,
memoria de zapato.
No me sirves, memoria, aunque simules este día.
No quiero que me asistas con mosaicos, ni con palacios, ni con catedrales.
Húndete, piedra de la Navicella, junto al cisne de Brujas,
bajo las noches susurradoras de Venecia.
Sopla, viento de Holanda, sobre los campos de temblorosas amapolas,
deshoja los recuerdos, barre los ecos y la lejanía.
No quiero que sea nunca para siempre ni siempre para nunca.
Juguemos a que estamos perdidos otra vez entre los laberintos de un jardín.
Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente.
Mírame para hoy con tus ojos de miel, de chispas y de claro tabaco.
Sé que a veces de pronto me presencias desde todas partes.
Tal vez poses tu mano lentamente como esta lluvia sobre mi cabeza
o detengas tus pasos junto a mí en pálida visitación conteniendo el aliento.
He conseguido ver el resplandor con que te llevan cuando te persigo;
he aspirado también, señor de las plantaciones y las flores,
el aroma narcótico con que me abrazas desde un rincón
vacío de la casa,
y he oído en el pan que cruje a solas el pequeño rumor
con que me nombras,
tiernamente, en secreto, con tu nuevo lenguaje.
Lo aprenderé, por más que todo sea un desvarío de
lugares hambrientos,
una forma inconclusa del deseo, una alucinación de la nostalgia.
Pero aun así, ¿qué muro es insoluble entre nosotros?
¡Hemos huido juntos tantos años entre las ciénagas y los tembladerales
delante de las fieras de tu mal
cubriendo la retirada con el sol, con la piel, con trozos de la fiesta,
con pedazos inmensos del esplendor que fuimos,
hasta que te atraparon!
Anudaron tu cuerpo, ya tan leve, al miedo y al azar,
y escarbó en tus tejidos la tiniebla monarca con uñas y con dientes,
mientras dábamos vueltas en la trampa, sin hallar la salida.
La encontraste hacia arriba, y lograste escapar a pura pérdida, de caída en caída.
Aún nos queda el amor:
esa doble moneda para poder pasar a uno y otro lado.
Haz que gire la piedra, que te traiga de nuevo la marea,
aunque sea un instante, nada más que un instante.
Ahora, cuando podrás mirar tan “fijamente el sol como la muerte”,
no querrás apagarlo para mí ni querrás extraviarme detrás de los escombros,
por pequeña que sea mirada desde allá,
aun menos que una nuez, que una brizna de hierba, que unos granos de arena.
Y porque a veces me decías: “Tú hiciste que la luz fuera visible”,
y otra vez descubrimos que la muerte se parece al amor
en que ambos multiplican cada hora y lugar por una misma ausencia,
yo te reclamo ahora en nombre de tu sol y de tu muerte una sola señal,
precisa, inconfundible, fulminante, como el golpe de gracia que parte en dos el muro
y descubre un jardín donde somos posibles todavía,
apenas un instante, nada más que un instante,
tú y yo juntos, debajo de aquel árbol,
copiados por la brisa de un momento cualquiera de la eternidad.
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