Una de las pocas poetisas de las que me hablaron en el instituto fue Gabriela Mistral. Bueno, en realidad no me hablaron mucho de ella, simplemente se limitaron a darme uno o dos poemas suyos. Poco más, ni siquiera sé si a la profesora le gustaba porque a veces te daba la sensación de que citaba a algunos autores por el mero de estar en el libro de texto. Supongo que a Gabriela, si no le hubieran otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1945, ni la hubieran incluido en el libro ni me hubieran hablado de ella.
Es una pena que a veces a los autores sólo se les valore por los galardones que han recibido. Si hablamos de premios además del Nobel esta chilena obtuvo también el Premio Nacional de Poesía de Chile con «Sonetos de
la muerte». Me resulta increíble todo lo que consiguió pese a sus orígenes tan humildes. De hecho ella quería estudiar para maestra pero al parecer no lo hizo por falta de dinero. No obstante, entre otras muchas cosas se dedicó a la docencia.
En 1922 se trasladó a México para colaborar en los planes de reforma educativos de José Vasconcelos, político, pensador y escritor mexicano. Durante la década de los 30, dio clases en Estados Unidos. En 1933 empezó sus labores diplomáticas como cónsul de Chile en Madrid. Dos décadas después, en 1953, fue nombrada cónsul en Nueva York y también delegada de la Asamblea General de Naciones Unidas. Su obra está traducida a más de 20 idiomas.
Muchos estudiosos de la vida de la poetisa han considerado a Romelio Ureta como «el gran amor» de su vida. La relación tuvo un final trágico cuando Ureta se suicidó en noviembre de 1909. Mistral escribió Sonetos de la muerte inspirada en sus sentimientos tras la muerte de Romelio. Como muchas poetisas la autoestima de Gabriela era baja, considerándose fea, deforme y complicada. «Yo nací mala, dura de carácter, egoísta enormemente y la vida exacerbó esos vicios y me hizo 10 veces dura y cruel». Os dejo aquí dos poemas suyos que espero que os gusten.
El amor que calla
Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!
Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.
Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!
Amor, amor
Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡lo tendrás que escuchar!
Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de amar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar!
Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale decirle que albergarlo rehúsas:
¡lo tendrás que hospedar!
Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!
Te echa venda de lino; tú la venda toleras;
te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
¡que eso para en morir!
No hay comentarios:
Publicar un comentario